LA BATALLA IMAGINARIA


 

Saint-Étienne, Francia, 30 de junio de 1998.

Siempre soñamos con lo mejor. Siempre soñamos con hacer la mejor foto. El día antes, la noche anterior. Pero cuando viene tu jefe y te dice que mañana no vas a ir al partido, que no vas a ir a Argentina – Inglaterra… Los sueños se diluyen, se convierten en pesadillas, pasan a ser de terror, de odio y de enojo.

Ese día en Saint Etienne, me desperté temprano. Todos nos despertamos temprano como siempre los días de partido y el hotel estaba a oscuras y en silencio. En la barra siempre nos esperaba él. El muñeco publicitario de una marca de scotch -no me acuerdo cuál- y cumplimos con nuestro ritual de llevarnos prestado el palito de golf del muñequito ridículo, que devolvíamos rigurosamente al regreso del partido. Una cábala que surgió entre gallos y medianoches, cosa de chicos, no de profesionales.

Llegué temprano a la plaza central de la ciudad. Estaba solo. Miré el espacio. Lo estudié, pensé los escapes, pensé las ratoneras. Busque el mejor bar, pedí la mejor mesa y me senté. Croissant con café, estaba solo.

Era simple, tenía que sentarme a esperar. Esperar que se encontraran dos bandas. Los temibles hooligans británicos y los tenebrosos barrabravas argentinos. Cuando se encontraran, tenía que levantarme y fotografiar cómo se peleaban. Mejor si se mataban entre ellos y tenía una foto sangrienta. Al menos mi enojo se podría reducir un poco. Somos unas bestias, lo sé.

Yo, sí, yo, sentado consumiendo a cuenta de mi empleador, en un hermoso bar de pueblo francés mientras jugaba la selección Argentina contra Inglaterra, esperando un combate que generara una épica narrativa del periodismo contemporánea de alguna batalla inconclusa de las islas del Atlántico Sur que el maldito fotógrafo inmortalizaría… o sea, yo… iluso.

“Quedate en la plaza del pueblo a ver si se agarran, nene”. Escucharon mis oídos. El lado bueno era que me iba a encontrar con Berni. Bernardo es mi amigo de la infancia, fuimos al colegio juntos y vivimos todas esas cosas que viven los amigos que van al colegio juntos. En ese momento, ahora también, vivía en Israel. Uno de los tantos expulsados por el salariazo y la Argentina potencia y etcétera, etcétera. ¡Uff! ¿Un día para el chamuyo de un país maravilloso para todos? ¿“Votame que no te voy a defraudar”? Lo cierto es que mi amigo, tuvo la suerte de obtener el Heretz Israel y la desgracia de no poder ir más a ver a Boca los domingos. Pero como no le alcanzó con ponerle Diego a su primogénito, porfiado se las arregló para encontrarse con su papá que se quedó en Buenos Aires mascullando tristezas y juntos ir a ver el Mundial de Francia. Como consuelo es bienvenido ya que Boca en la Bombonera es más difícil. ¡Unos genios!

Como si el tiempo no hubiera pasado, la memoria me remontaba a esos días de fines de los setenta cuando nos encontrábamos en el departamento del “Enano”, para nosotros. “Berni”, para su familia. “Bernardo”, para los que no tenían confianza. Nos sentábamos en el sillón del living, con Gancia, queso y salame a ver jugar a la selección en la TV. El padre, el Enano y yo. Ellos hablaban de táctica y yo no entendía nada, yo intentaba hablar de estrategia y todos entendíamos menos. Nos callábamos y veíamos el partido.

Como si el tiempo no hubiera pasado, ya era el mediodía en Saint Etienne, yo seguía en mi mesa, esta vez en la terracita de la vereda que me posicionaba perfectamente para dar un salto y en dos segundos fotografiar la batalla que dirimiera la ofensa de las derrotas del mar austral. Lo que cambió por el paso del tiempo es que el Enano y su viejo estaban más grandes. Los tres nos abrazamos y los invité a mi mesa. Nos sentamos, pedimos un aperitivo y nos apoltronamos mirando hacia la plaza como si estuviéramos en el living de Boyacá. Hay veces que la vida te regala unos momentos que son inolvidables. Seguro esos son los que te llevás a la tumba. El almuerzo terminó, el momento pasó. Ellos partieron al estadio y yo seguí en mi mesa esperando la batalla.

Desayunado, almorzado, bebido, superado de alegría por el momento único e irrepetible con mi amigo y su padre. Disfrutando cada encuentro en los paseos por la plaza con los hinchas de otros países. Los mejores siempre, los galeses, especiales cuando te brindan la foto típica de sus nalgas al aire con polleras levantadas, saludando a Inglaterra y en honor a Maradona y la mano de Dios. Siempre pienso que irlandeses y escoceses, gracias a ese triunfo en México’86, creo, son las únicas nacionalidades que quieren a los argentinos.

En el estadio la pelota corría, los jugadores corrían. En la plaza yo caminaba, más solo que Adán en el día de la madre. En fin, así son las cosas. Comencé a resignarme. El tema es que el partido terminó, no estaba muy al tanto de lo que sucedía en el campo, solo me preocupaba mi misión, a esta altura ya no estaba tan enojado. Solo esperaba mi oportunidad, ya era de tardecita y caía el sol. Comenzaron a llegar los guerreros, los temibles hooligans, por ahí se veían unas camisetas argentinas. La brisa no se había detenido, la adrenalina no se olía en el aire. El silencio previo al combate no se oía. Pero algo raro se olía.

Tardé en darme cuenta. El tema no era con Argentina, eso era pasado para la rubia Albión. El tema era presente, presente francés, presente europeo. El tema era con los árabes. De la nada, detrás de las recovas de la plaza que desemboca a la central, aparecieron los árabes, “marroquíes”, me pareció escuchar. Allí se armó el combate en el campo de batalla esperado con actores no esperados.

Yo no terminaba de entender, pero hacía lo que tenía que hacer. Lo que se me había pedido el día anterior y por lo que esperé el día entero. Sacar fotos de tipos que se pegan unos a otros. ¡Je!, la historia, la maldita historia. Estos tipos se odian y se están dando para la reserva.

Como siempre, no pensé. Saqué fotos, siempre saco fotos. Pienso después. Siempre pienso antes y saco fotos después… No sé, creo que siempre pienso/saco/saco/pienso… ¡Uf ! es raro de explicar, mejor ver las fotos. Solo saque fotos.

Era correr de un lado a otro, mirar, encontrar una acción y acercarse. Pero no veía, no oía nada argentino. ¿Los hooligans? ¿Los barras? Raro. No, no era raro, era solo mi ignorancia. El odio es hoy con el árabe, el odio es hoy con el europeo y ambos sabían cuándo y cómo se iban a encontrar.

La foto llegó. Un pelado “típico”, un demodé punk agiornado en barrabrava británico tirado en el suelo y la surete francesa de calle, con el inspector Dodó a la cabeza dando para que tengan. Lo vi. Tomé la cámara con el angular, me agaché. En primer plano estaba su cabeza, era de manual. La bocha, calva, sudada oblicua, cruzada, la bota de milico sujetando el cuello y aprisionando al sujeto. Una maravilla de foto para el campeonato, pero quería más. Al fin de cuentas no había esperado todo el día para esto solamente. Pegué la lente a la calva del pelado que no emitía ni un “mu”. Escuché en un perfecto francés agitado -que mi pobre francés calmo no entendió- que me dejara de joder. Como lo escuché pero no lo entendí, lo sentí al instante. Un golpe seco, duro y fuerte con el “palito de abollar ideologías”. Pucha si dolió, reaccioné, paré y esperé. Esperé el segundo, el tercero… Nunca llegaron. Era solo uno, fuerte y claro. Duró una fracción de un segundo, mientras esperaba el segundo, el tercero pensaba: “¡Uy! Como en Villa Martelli en 1988, seguro cuando fotografiaba al pibe que la Bonaerense demolía a palos por protestar frente al regimiento contra el levantamiento carapintada”. En esa ocasión el caos era similar. Vi entre miles de uniformes celestes y gorras azules que ya habían bajado todos sus cargadores juntos al aire para aclarar que habían llegado, ellos los bonaerenses a poner orden. Era un grupo pegándole a un pibe. Corrí, me acerqué a la rueda de polis, levanté la cámara con el angular y empecé a fotografiar. Mientras lo hacía pensaba que le salvaba la vida. Cuando me vieron, dejaron al pibe y se me vinieron al humo. No me daban las patas para rajar. Estos de la “sureté” no estaban interesados en sudacas. Y un golpe para entender y seguir con lo suyo.

Un día después, en el entrenamiento de la Selección, trepando colinas para buscar un ángulo que permitiera ver algo y superar el “muro” visual levantado por el técnico Pasarella -a veces no termino de creer tanta imbecilidad- sentí el dolor. Paré, miré mi hombro y vi los moretones. “Maldito ´Sureté´”. Dolió un día después pero la foto no duele al verla años después.

Saint-Étienne, Francia, 1998 Foto/Fredy Heer

Saint-Étienne, Francia, 1998 Foto/Fredy Heer

Villa Martelli, Buenos Aires, Argentina 1988. Foto/Jorge Saénz

Villa Martelli, Buenos Aires, Argentina 1988. Foto/Jorge Sáenz